La cultura como bien esencial

9 Feb
2021

Desde Espai Philae, queremos hacernos eco de este artículo del académico, gestor cultural y escritor Isaias Fanlo publicado en la Revista Núvol el pasado 2/2/2021. Nos parece absolutamente necesario compartir su reflexión y la denuncia de la situación insostenible de la cultura en nuestro entorno cercano.

Podeis leer el artículo original en catalán en el siguiente enlace de la publicación https://www.nuvol.com/llibres/assaig/la-cultura-es-un-luxe-151166.

Solo a efectos de facilitar su lectura en este apartado, lo traducimos al castellano a continuación.

La cultura es un lujo

Por Isaias Fanlo

Si la cultura es un “bien esencial”, resulta imprescindible tratarla como lo que dicen que es

No lo tendría que ser, pero desengañémonos: es así. En este país, tanto hacer cultura como tener acceso a ella son lujos que una gran parte de la población no se pueden permitir. Y más allá de algún gesto simbólico e inocuo, no parece que haya voluntad de solucionar lo que, creo, es uno de los grandes problemas que tiene nuestra sociedad. Lo he dicho en otras ocasiones, pero creo que hay que insistir tantas veces como haga falta: un país sin cultura es una tierra baldía e insustancial.

La gran ironía es que, el pasado mes de septiembre, el Gobierno declaró la cultura “un bien esencial”. ¡Un bien esencial! Y, ¿qué ha representado, en términos prácticos, esta declaración tan pomposa? Básicamente, nada. Todo ello ha sido un gesto vacuo: Cataluña continúa teniendo un presupuesto ínfimo (infame) para la cultura: no llega al 1%, mientras que el estándar europeo ronda entre el 2 y el 4%. La pandemia, además, ha puesto de manifiesto que ni hay planificación, ni hay ningún tipo de respeto para los procesos creativos: no se puede ordenar el cierre de equipamientos una semana, reabrirlos diez días más tarde, volverlos a cerrar, abrirlos con un 30% de aforo, después con un 50%, después cerrarlos y luego reabrirlos otra vez. Una producción teatral se tiene que diseñar con meses y meses de antelación: se hace un presupuesto (en el que también se hace una estimación del número de representaciones y de espectadores), se planean lecturas, ensayos, tiempos de montaje, etcétera. ¿Qué tipo de planificación pueden hacer las compañías si no sabemos si de aquí a diez días se cambiará el criterio de apertura y aforo de los equipamientos? La incertidumbre transforma el teatro en un negocio ruinoso.

Un país sin cultura es una tierra baldía e insustancial.

Así pues, la cultura es un bien esencial, pero tengo decenas de amigos y colegas, profesionales de primer orden en el mundo de las artes escénicas, que se están comiendo todos los ahorros porque no pueden trabajar y no hay ningún plan alternativo. ¡Y esto quién consiguió tener ahorros!

La cultura es un bien esencial, pero los sábados no puedo ir a comprar un libro: las librerías están cerradas porque así lo ha ordenado el mismo gobierno que ha decretado la cultura como bien esencial.

La cultura es un bien esencial, pero en los últimos años han tenido que cerrar la barraca decenas de equipamientos culturales (teatros, galerías de arte) y de librerías, y no nos hemos preguntado qué estaba pasando.

¿La cultura es un bien esencial? Hemos generado un ecosistema en el cual queda bien decirlo, pero no es verdad. Intentar ganarse la vida con la cultura es un lujo que solo se pueden permitir aquellas personas que tienen una familia detrás, que han tenido una suerte descomunal, o que desarrollan otras profesiones más estables. La cosa, al final, no debe sorprendernos. El respeto por la cultura y por la adquisición de conocimientos se enseña en casa, y también en las escuelas. Y, ahora mismo, el descrédito hacia el saber es monumental, y empieza por lo alto de la pirámide social. Pensemos en los últimos escándalos de másteres ficticios, carreras regaladas y currículums falseados que han salpicado a la clase política española. La falta de consecuencias de estos escándalos nos dice que, si tienes poder, todo vale.

¿Qué ha pasado aquí? Nos han enseñado a ver la educación, especialmente la educación universitaria, como una manera de sacarnos títulos que nos tienen que abrir puertas en el mercado laboral. Nos interesa acumular grados y másteres, sea como sea. Y, en consecuencia, nos hemos dejado de preocupar por el aprendizaje que tendría que ser inherente a toda formación académica e intelectual. Lo que importa ahora es tener una línea más en el currículum. El resto es secundario.

Hay sectores que nos quieren hacer ver las Humanidades como un problema. Y este, precisamente, es el problema.

Mientras tanto, la mayor parte de las universidades de este país están hundidas en un pozo de precariedad, y el sueldo que cobra un profesor asociado no da ni para pagar la mitad de un alquiler en algún barrio periférico de Barcelona. Así es como valoramos a las personas que tienen que dar una educación superior a las generaciones más jóvenes. 

Sumemos, a esta precariedad, la famosa “crisis de las Humanidades”, una crisis perenne que, en parte, surge de la necesidad de ganancia material sobre la que se construyen las sociedades neoliberales: si nuestro esfuerzo no da un beneficio económico inmediato, no nos sirve. El papel de las Humanidades tendría que ser el de fomentar un espíritu crítico entre la ciudadanía. Y esto, evidentemente, no solo no acostumbra a ir ligado a un rédito económico inmediato, sino que además le da miedo a una cierta clase política, que piensa que una masa crítica, a la fuerza se tiene que cuestionar las injusticias sistémicas de este país, de las cuales una parte de esta misma clase política se beneficia. Es por ello que las Humanidades no solo no interesan, sino que, demasiado a menudo, dan miedo. Y hay quién disfraza este miedo y la transforma en desdén, aduciendo que aquellos que quieren hacer de la cultura su oficio son una panda de aprovechados que solo quieren cobrar “la paguita” en forma de subvenciones. Por un lado—sea por incompetencia, sea por mala fe—, esos indeseables obvian que las subvenciones están vinculadas a la precarización del sector; por otro, el pseudo-argumento de “la paguita” desaparece cuando pensamos en otros sectores mucho más subvencionados, desde la banca o la automovilística hasta la Casa Real. Hay sectores que nos quieren hacer ver las Humanidades como un problema. Y este, precisamente, es el problema.

Otra muestra de la falta de respeto hacia la cultura son los plagios literarios. Una de las escritoras más conocidas del país (por cierto, con un perfil en las redes sociales beligerante con las personas trans) saca un libro que repasa la trayectoria de cien mujeres importantes, la biografía de las cuales ha sido adulterada por la historia oficial. Pues bien: no hizo falta mucho esfuerzo para averiguar que buena parte de los textos del libro han sido plagiados de artículos divulgativos, páginas web… ¡e incluso de Wikipedia! 

(A todo esto, puestos a plagiar, ¿hay que hacerlo de manera tan ridícula? ¿De verdad que hemos llegado al punto de documentarnos para un “ensayo literario” como si nos preparáramos para hacer un trabajo para una asignatura de instituto?) En fin, de momento, el resultado es que el libro en cuestión ha vendido 14.000 ejemplares en pocos días. Ni el libro se retira de la circulación (ni que sea por vergüenza), ni los lectores lo dejan de comprar cuando la estafa se hace pública. Y la autora, que cuenta con una dilatada experiencia como plagiadora, meándose de risa: este es el “respeto” que se tiene por el saber. Y no nos viene de nuevo: al final, incluso el último Premio Nobel de Literatura español, Camilo José Cela, fue condenado por plagio (¿recordáis La cruz de San Andrés?).

En una sociedad equilibrada, la cultura estimula la curiosidad, promueve una necesidad de conocer, de saber más. En una sociedad preocupada por su bienestar intelectual, el acceso a la cultura nos ayuda a entender otras voces y otras perspectivas, promueve el debate (debate con palabras, y no con gritos; debate en el ágora, y no en los platós de los programas del corazón), busca llegar a entendimientos, a síntesis dentro de la pluralidad.

Un país que quiere que sus habitantes tengan acceso a una educación digna, y que apoya la cultura como bien esencial, es un país que no tiene miedo de que la gente permanezca despierta y se haga preguntas que son necesarias. Este, sin embargo, no es nuestro país. No lo es, tanto si piensas en Cataluña como en España. Ahora que se acercan unas nuevas elecciones, solo hay que dar un vistazo a los programas de cultura de todos los partidos políticos, tanto de izquierdas como de derechas, unionistas, indepes o equidistantes: discursos generalistas, más o menos grandilocuentes, rellenados con promesas vacías como el aumento de la inversión dedicada a la cultura. Promesas que hace años que circulan y que nadie cumple. Y mientras tanto, tenemos a los sectores vinculados a la transmisión de conocimientos y a la gestión del patrimonio cultural muriéndose de hambre (literalmente). Y mientras tanto, tenemos un presupuesto de cultura que se asemeja más a una limosna que a un presupuesto. Así no vamos a ninguna parte.

Si, tal como el Gobierno estableció hace meses, la cultura es “un bien esencial”, resulta imprescindible tratarla como lo que dicen que es. Y eso solo se consigue con más inversión y con un plan inteligente que nos ayude a promover esa expresión que se ha puesto tan de moda: un cambio de paradigma. Así pues, hace falta, de manera urgente, aumentar el presupuesto de cultura y situarlo al nivel del resto de países del primer mundo. Hace falta, también, garantizar un sueldo digno para el profesorado de escuelas y universidades. Hay que castigar los plagios de manera ejemplar (porque son agresiones al conocimiento y ataques a la sociedad), y fomentar una mirada crítica sobre las cosas. Hace falta que la cultura sea accesible a todos los estratos de la sociedad, y hace falta que acceder a ella sea estimulante y esté muy considerado. La cultura no tiene que ser un lujo. Amar la cultura es amarse a un mismo. Amar una sociedad—amar un país—es quererlo educado y culto. Y si no somos capaces de conseguirlo, cuanto menos asumamos que somos un país de segunda.